Las alturas no tienen dueño, son de quien las domine

Los once deportistas del vuelo libre se reunieron a las 9:00 horas del sábado 29 de marzo en el kilómetro 25 de la carretera a El Salvador y desde ese lugar se dirigieron al “Cerro de las Antenas”, ingresando por un portón de una finca del lugar en el kilómetro 35 de la ruta que lleva a Santa Elena Barillas, departamento de Guatemala.

Les contagia participar en la segunda fecha del Torneo de Parapente que coordina la Asociación Nacional de Vuelo Libre en la prueba denominada de distancia abierta.

Un camino de terracería les llevó a las proximidades de la cumbre donde un espacio inclinado de la ladera ha sido “chapeado” para que sirva de punto de despegue a los 2 mil 600 metros de altura. Es una rampa de pajonales. Es una plataforma natural inclinada, con dirección sureste.

“Debemos esperar a que sople el viento sur”,  me comentan previo a la espera que se extiende hasta las 11:25 horas de ese día. Durante ese lapso hay comentarios, recuerdos y anécdotas.

El nerviosismo de la espera finaliza cuando “sienten” la presencia del elemento que les elevará a las alturas. En los primeros minutos un tímido viento mueve un listón de plástico blanco colocado en un punto del terreno. Es un indicativo de que se aproxima la hora ansiada.

Cada piloto revisa su equipo con detenimiento: la vela, el arnés, el GPS, el bariómetro (que indica si se sube o se baja), el asiento, el paracaídas de emergencia, cada parte y pieza de enganches, el radio, el casco protector, el amarre de las botas. Despacio, con mucha atención.

Un compañero controlador está atento en el valle, allá abajo, para recibir el aviso por radio de quien está tomando nuevamente el reto de volar como las aves.

No hay un orden para tomar la decisión de despegar. Es únicamente “sentir” que el viento te invita a subir a las alturas. De hecho, al iniciar en los primeros segundos les llevará súbitamente hacia arriba, a unos 70 metros del punto donde se infló la vela y la adrenalina ha llenado su torrente sanguíneo.

Se llega el momento oportuno y los “hombres pájaro”, sienten que llega esa corriente térmica como una nueva oportunidad de ir hacia las alturas.  Las salidas se dan por varios minutos entre una salida y otra.

Toman la decisión de abrir la vela para que se “infle” y en un momento de acción brusca y repentina dan dos o tres pasos para lanzarse al precipicio.

¿Qué sensación le provoca el volar?, pregunto.

Kurt Meyer me responde: “Estar en contacto con Dios y la naturaleza”; Diego Valdeavellano me comenta: “ Es libertad, es una pasión”.

Coinciden al afirmar que todos los vuelos son diferentes y eso es parte del atractivo de elevar su parapente.

¿En qué consiste la competencia?, les interrogó.

En recorrer la mayor distancia hasta el punto de aterrizaje, lo que queda grabado en el GPS y registrado en una computadora que les permitirá ocupar posiciones y sumar puntos en el ranking nacional.

Sobre lesiones y riesgos

Los accidentes del parapente son errores del piloto, maniobras que no sepa hacer, turbulencia, ráfagas traicioneras. Cuentan con mandos y dispositivos que los instructores de la Asociación Nacional les han enseñado a utilizar para tener un vuelo seguro.

No siempre el despegue es logrado con fluidez. Esa mañana uno de ellos lo sorprende el viento sur con una ráfaga que agita bruscamente la vela (ala) y pierde el control y la fuerza lo arrastra por el suelo sin lograr su objetivo de ir hacia arriba.  Deberá arreglar los hilos y mandos para de nuevo probar el despegue.

Uno a uno suben y se alejan en el horizonte bajo la mirada de los compañeros instructores que les observan desde la rampa de despegue;  reportan la condición de vuelo para que abajo les identifiquen y controlen si todo va normal, utilizan  el radio, lentes de largo alcance.

Arriba los pilotos disfrutan el silencio de las alturas, atentos a las “termales” que son como “remolinos”  que los toman en sus brazos y les hacen soñar que son aves. La quietud, la vista, la tranquilidad, son sus compañeras.

* Por Fredy Godoy